Ars longa, vita brevis

domingo, 29 de marzo de 2020

El bosque de Oma

Esta tarde, debido a estas insólitas y aterradoras situaciones que estamos viviendo por la pandemia originada por el coronavirus que ha dejado un balance hasta el día de hoy de seis mil muertos solamente en España, siento por la necesidad de escribir sobre paisajes, aire puro y arte.

Mi necesidad además viene dada por el confinamiento que sufrimos en nuestros domicilios que nos han pedido como una exigencia prioritaria para intentar atajar una epidemia global que nos ha sobresaltado y sobrecogido.

Aire puro, libertad de movimientos, libre albedrío, todo ésto parece tan lejano adaptados a esta nueva situación en que la reclusión entre las cuatro paredes de nuestra casa se ha hecho vital en la lucha contra un enemigo que es al mismo tiempo microscópico y colosal, invisible y evidente.
Por ello la obra elegida para ilustrar esa necesidad de respirar hondo en plena naturaleza me retrotrae a este final de verano cuando viajé al bosque de Oma en Euskadi.

Es septiembre de 2019 llegando a la entrada del bosque que estaba cerrado.
En un restaurante muy bonito porque su construcción es la de un típico caserío vasco, que se encuentra enfrente de la entrada separado del bosque por una carretera, su personal por cierto muy amables nos informó que aunque estuviese cerrado podíamos entrar sin problemas.
Así lo hicimos tras tomar un pincho y un par de cafés y preguntar cuánto tiempo tardaríamos en recorrerlo. La respuesta fue que serían unas tres horas más o menos dependiendo de lo rápido que camináramos, el recorrido tenía alguna dificultad leve pero nada relevante.

Entramos en aquella soleada mañana de septiembre con afán descubrimiento, el terreno eran  senderos ligeramente en ascenso, los pinos ocupaban todas las partes del bosque.
Era un paseo agradable y las más de las veces solitario porque aunque te encontraras con personas algunas extranjeras, que al igual que nosotros venían a conocer el bosque, bien nos adelantaban o quedaban atrás.
Después de una hora y media  más o menos llegamos al enclave que es el centro del bosque donde los árboles ofrecen sus pinturas ejecutadas por el artista vasco del land art, Agustín Ibarrola.

Fue verlas y emocionarme, los colores esquemáticos y puros, rojo, amarillo, azul, verde, blanco y negro conferían a los árboles un aspecto totémico, mágico religioso como si de pronto un artista primitivo hubiera asaltado este bosque y los árboles como vehículos donde proyectar sus emociones e intelecto.
Las imágenes en ellos en ocasiones geométricas, en otras figurativas que tomaban dos árboles para completarse, como en el caso de esta primera fotografía de esta boca y otras en que es esencial la posición en la que se debe colocar para verla juntarse y que esta señalada con una flecha en el suelo.



El resto de los árboles como mudos centinelas y custodios de un tatuaje pictórico sobre sus cortezas que son descubiertos poco a poco subiendo y bajando, colocándote aquí o acullá.
Adjunto más fotos porque sus imágenes hablan por si mismas con una elocuencia difícil de superar.










Estas imágenes tan sólo son una pequeña muestra,  hay muchas más que fue delicioso ir descubriéndolas. 
Después de degustar el bosque, porque el arte al menos para mí es una experiencia que debe de masticarse con el corazón y la cabeza,  con el mapa en la mano y junto a otros enamorados de los árboles (un eufemismo que utilizo para desterrar el de turista) que en ese momento estaban como nosotros disfrutando de las pinturas, comenzamos a dilucidar como salir, lo cual no parecía tan sencillo a simple vista hasta al final llegamos a la misma conclusión para encontrar la salida de ese peculiar laberinto.

Salimos del centro y comenzó la bajada a veces seguidos otras adelantados por una de las parejas acompañadas por sus hijos, dos niñas y un niño con las que encontramos la salida.
La bajada tuvo más dificultades que la subida y duró aproximadamente otra hora. El padre de los niños llevaba un silla a la espalda para subir al niño que tendría unos dos años cuando se cansaba de caminar. 
El niño llamado Asier tan pronto subía como bajaba de su privilegiado asiento.  
Felicito a estos chiquillos por tener a unos padres que les llevan a un sitio como el bosque de Oma.

Al final alcanzamos la salida del bosque también cerrada y llegamos al pueblo de Oma con algunos caseríos que admiramos desde fuera, algunos de ellos tienen más de doscientos años. 
Volvimos hacia la entrada para ir en busca del coche y comer en el restaurante que mencione al principio. Hicimos ese camino junto a Asier, sus hermanas y sus padres, el sol castigaba nuestros cuerpos con un calor sofocante, tras otra hora al fin logramos nuestra meta.
Nos despedimos de esta familia y tras comer continuamos rumbo a otro destino.

Al volver a casa me enteré de la razón por la que el bosque de Oma permanecía cerrado. 
Los pinos están enfermos por lo que serán talados. 
Está previsto que las pinturas se hagan de nuevo en otro enclave supervisadas por la familia del artista Ibarrola de ochenta y nueve años.
Espero que así sea para que otros sean seducidos por su telúrico embrujo. 

Vuelvo ahora al año 2020 y al veintinueve de marzo con un deseo inmenso de que podamos superar esta trágica pandemia y cuando así sea que nos haga más sensibles, empáticos, solidarios y sabios.